Ser Padres Hoy



SER PADRES HOY


Diríase que la sociedad se encuentra hoy con una crisis de vocaciones para padres, pero no capuchinos, sino de familia. Ya se entiende que también para madres. Este oficio, otrora entrañable y glorioso, se ha tornado en nuestros días enojoso y áspero, casi antipático. Sé que cargo las tintas, pero, compruébenlo, la cosa no es para menos.


Tomen nota, lo primero, del retraso en la edad de matrimoniar, antes, para los varones, en torno a los veinticinco abriles y ellas, por lo común, con dos o tres años menos. En tanto que ahora ha subido el listón hasta la treintena, sin especiales remilgos sobre la diferencia de edades. Antes de esa edad redonda, raras van siendo las parejas que suben templo arriba, al son de la marcha nupcial de Mendelson, si es que no escuchamos los compases en el Ayuntamiento o se quedan en uniones de hecho.


Las razones, al menos las confesables, están a la vista: trabajan, o aspiran a trabajar los dos miembros de la pareja, atan todos los cabos sobre el nivel de ingresos y acondicionamiento de la vivienda. Extreman, a menudo su permanencia en el hogar, demostrando así, ya desde ahora, que les gusta más, o les es más cómodo, ejercer de hijos de familia que de padres de ídem. Llega la boda, parroquial, municipal o fáctica. No valoro, describo. Y después de ella, en no pocos casos, un freno pactado a la paternidad, que suele razonarse, si se razona, con el cruce de horarios entre el trabajo profesional de la mujer y el del varón. -¿Cómo traer un hijo al mundo en estas circunstancias?. Sería una complicación extraordinaria introducir al tercer personaje en este angosto escenario. Eso, cuando no se pronuncian a las claras en este otro sentido: -Es que el matrimonio es, ante todo, cosa de dos y para ser disfrutada en libertad, al menos por ahora.


Resulta así cada vez más normal que, hasta bien entrados los treinta, no se les dé a los padres y al círculo amistoso de los cónyuges la fausta noticia: esperamos un hijo. Y no es que el bebé se hubiera retrasado en venir, es que ha sido evitado cuidadosamente, mediante trámites expeditivos de control de la natalidad, que ojalá pudieran encajar en lo que el Concilio Vaticano II llama paternidad responsable.


Llega el bebé y se le acoge, ¿quién lo va a negar?, con mimo y con ternura. Se le cría con todos los cuidados hoy exigidos de alimentación, higiene, medicina y educación preescolar e infantil. Los esposos dejan de nuevo unos años en claro hasta que la criatura se desarrolle sin las complicaciones de otro hermanito; pero todo llegará en su momento, no sea que sobrevengan los cuarenta y la fertilidad corra peligro. ¡A por la parejita!. Cuando son niña y niño, ¡quéfelicidad! Ya son cuatro a la mesa, con el pluralismo indispensable, y podrán hablar en familia, si todo sigue bien. Pero, ¿y cuando los dos son varones o las dos niñas?. Pues una de dos: o bien nos conformamos con la parejita, para disfrutar de nuestros niños, o pedimos a París un tercero o una tercera en concordia.


Son esos, hay que reconocerlo, los discursos que hoy circulan, considerados por muchos como razonables, marcados por la "cultura" del anticonceptivo, sin echar cuenta, incluso parejas de manifiesta profesión cristiana, de otros modelos de paternidad responsable acordes con la moral católica. Quede, al menos, de lo dicho una apreciación de bulto, todo lo motivada y explicable que ustedes quieran: el miedo a la vida, la difícil avenencia entre matrimonio y procreación, se han impuesto por doquier. A mayor riqueza y bienestar, menos hijos; cosa que se ha extendido después, a pasos agigantados, a las masas trabajadoras y a los estratos más humildes de nuestra sociedad europea y española.


Sólo una recuperación gradual y profunda del valor de la vida, el honor y el valor de transmitirla, podría corregir el rumbo -ya lo están haciendo en muchas partes- de una sociedad de viejos y de incierto futuro demográfico y social. ¿Sabrá hacerlo el siglo XXI?. Sólo será viable si se descubren, reconocen y corrigen los mal disimulados egoísmos que anidan en esos procesos mediante una apertura, una conversión, al espíritu de Bienaventuranzas.


Mas resulta, a estas alturas de la pagina, que de lo que yo quería, y sigo queriendo hablar, es de la educación. Porque, en la pareja humana, el hijo nace sin hacer, con lo cual Dios, además de compartir con los padres su poder de creación, len encomienda también conducir con amor, hasta la estatura humana, a los frutos de su amor y de sus entrañas. A los hijos no se los engendra del todo hasta que no se convierten en personas hechas y derechas, ciudadanos cabales de la comunidad humana, miembros activos también, en nuestro caso, de la Iglesia Pueblo de Dios.


¿A qué viene hablar de lo evidente? Los seres humanos aprendemos de nuestros padres todo lo que nos estructura como individuos y personas: comer, andar, hablar, ejercer las funciones fisiológicas, relacionarnos con nuestro entorno físico y social. Hasta ahí, a su manera, se nos asemejan los animales. Lo más nuestro es transmitir sentimientos, actitudes, creencias, valores, horizontes. La educación comprende enseñanzas y destrezas, pero ante todo nos hace descubrir el sentido de la vida, nos ayuda a ejercer bien la propia libertad y a respetar la ajena, a posicionarnos correctamente en la sociedad y en la Iglesia. La educación, de suyo, no acaba nunca, pero implica a los padres en la primera crianza, el proceso infantil, adolescente y juvenil.
Hemos dicho que educar es seguir procreando, continuar, llevar a plenitud la función, la misión del padre y de la madre. Los hijos de parejas como las descritas, incluso los de clase humilde, gozan en Europa y en España de techo, alimento, vestido, higiene, escuela y, detrás de todo, del amor entrañable de sus padres. (Salvo en las parejas difíciles y en otros casos complicados.) Los niños son muy hermosos, los jóvenes altos y esbeltos. ¿Peligros?. Se nos dice que, al ser pocos, están superprotegidos, mimados, dueños de los padres, señores de la situación. Se duelen los centros de enseñanza y su profesorado de que no pueden con ellos. Si les hacen correcciones o les llaman la atención, los mocetes se les envalentonan, los acusan ante sus padres. Salen, dicen, a la par flojos y rebeldes, y, más comúnmente, lo que antes llamábamos maleducados.


Sobreabundan, no obstante, al parecer de todos, los chicos y chicas dóciles y estupendos. En cuanto a los díscolos, sería simplista e injusto culpar, sin más, a los padres. Otros factores como la "tele", la calle, las otras familias, concurren a esa situación. Y nada digamos de lo que viene después, a las puertas de la adolescencia: viernes y sábado, noche y madrugada, movida y litrona. No quiero ahuecar la voz para decirlo, porque los padres padecen, más que producen, este fenómeno que a lo sumo se endurece y encona por la escasa comunicación padres-hijos. Pero el resultado, que a todos nos afecta, son carencias fuertes en la educación de chicos y chicas en momentos cruciales de su vida. ¿Lamentos? Ya hay bastantes, que ni corrigen a los afectados, ni aportan soluciones.Releo todo lo anterior con un punto de melancolía. Sé que hay muchas luces en parejas y en familias ejemplares que saben conducir, con admirable acierto, en estas coordenadas, una vida matrimonial y familiar magníficas. Comparto la desazón y el sufrimiento de aquellos matrimonios arrastrados por este fenómeno, del que son más victimas que actores. ¿Qué nos falta, pues, y por que he escrito lo anterior? Pues ayudar, orientar, animar, acompañar a los padres en este proceso, porque la familia lo es casi todo, y tiene casi todo en contra. Alerta a la Iglesia: los Centros de Orientación Familiar, las Escuelas de Padres y los Movimientos Matrimoniales Católicos no son ya una buena oferta, son una necesidad.